martes, enero 30, 2007

Auto pilot, no control





En
mi vagabundeo ocioso por la web, he pisado varios blogs donde el autor/a, luego de cierta prolongada ausencia, escribe una entrada justificando su silencio. Yo, en cambio, ni a palos pienso explicar por qué no he aparecido por acá en tanto tiempo. Por un lado, porque YO no quiero (y eso debería ser razón suficiente) y, por otro…bueno, en fin…porque no quiero. ¿Algún problema? ¿No? Mejor así.
Pero lo que sí voy a contar es que he estado investigando en las amplias posibilidades de una nueva forma de revisión de obras discográficas. Según la escuela vonfeueriana, este estilo ha sido dado en lla
marse uberbiased review, y su idea central es relacionar un disco con una experiencia concreta, de alto impacto sentimental, de manera que la crítica en cuestión esté saturada de tinta subjetiva. En este caso (mi experiencia piloto, si se quiere), la obra-conejillo de indias es Welcome To Sky Valley de Kyuss. No relataré la experiencia correlativa, la idea es que el mismo lector la (re)construya, sin que la naturaleza del hecho lo influya de antemano. Sólo diré que no sólo no es un acontecimiento individual, sino que el vuelo en cuestión tuvo el más exquisito copiloto imaginable, my own personal demon cleaner (y vaya que lo sos, más de lo que te imaginás). Ah, me olvidaba…si no lo entienden, me nefrega.

La oscuridad está apenas rota. Sólo asoman perfiles aquí y allá, embebidos en azul hielo. De repente, Josh Homme hace su gracia, Gardenia derrite los parlantes a fuerza de riffs de lava ardiente, el rojo se introduce en la luz cerúlea y todo muta en violeta por mera lógica espectral (¿premonición de la transferencia física del logos mediante ingestión metafísica que ya extiende sus trazos entre nuestras narices?). Mis labios comienzan a quemar en progresión, también mi espalda, bajo dedos flamígeros que la surcan. One blow till I take you down, I’ll take you down…y ahí vamos, abajo, bien abajo. Por donde corre el río de piedras candentes, que ahora siento rozando el cuello, el vientre y los muslos. Entre la tempestad ígnea percibo el estribillo que se vuelve carne: Hear a purrin’ motor, and she’s a burning fuel (mi garganta se despierta) push it over baby (puedo sentir el sonido en carrera vertiginosa desde mi laringe hasta mi boca) making loooooooooooove (dulce redundancia, mientras mis cuerdas vocales se encuentran con las de John García en intensidades similares, aunque con orígenes bastante diferentes).
Uno, dos,
tres, cuatro, cinco latidos. Muñeca rusa rítmica: las venas laten al ritmo del aire que entra y sale siseando entre mis dientes al ritmo de armazones óseas que pendulan al ritmo de Supa Scoopa and Mighty Scoop (si, al igual que en gran parte de la música clásica, la pulsión de ese bajo que inaugura la canción parece haberle robado inspiración a ciertos vaivenes biológicos). Por meras cuestiones de latitud (quizás), pero también de inversión térmica (literalmente hablando), me doy cuenta de que, aquí y ahora, los 100º no son Fahrenheit, son Celsius desplegados en toda su gloria. Tanto que el fuego del suelo y del cielo ya ha eliminado todo elemento textil a la vista, solo quedan jirones chamuscados que el feroz viento cálido eleva en torbellino hacia latitudes extrañas.
Pero, inmediatamente después, como la viajera espacial que soy, y como una suerte de asteroide en trayectoria inversa, me sumerjo en la gloriosa calma de la negra infinidad cósmica en una transición sin costuras. Space Cadet marca el giro perpetuo en el que el eje de rotación no es la Tierra, sino todas las estrellas, vivas y muertas, fijas en un par de ojos de los que no puedo soltarme…pupilas de obsidiana magnética que son el núcleo de esta órbita y, por lo tanto, de mi misma exi
stencia. Sigo leyendo esos ojos constelados y veo un veredicto: petite mort, explosión policromada de supernova en la que ansío desesperadamente fragmentarme.
Mientras sigo serpenteando el sinuoso camino hacia ese monumental destello, las pulsiones en mis tímpanos, llenos de electricidad estática, me enfrentan a la cercanía del abrasador encuentro final. O
ndulaciones ofídicas entre las manos del Demon Cleaner, anhelante en su empeño de despojarme de mis antiguas escamas. Danza chamánica entre las hogueras estelares, una manada de súcubos se empeña en usarme de canal expresivo, penetrando la cadencia hipnótica del fuzz viscoso que recorre el éter. La urgencia del exorcismo corre con pies ligeros y punzantes, se afana en clavar sus dientes en mi piel (ya) nueva hasta que me extiendo, en la última contorsión, para cobijarme al fin en esa postrera y alucinante detonación, que me cubre en estertores de plena resurrección en muerte. I’m home, dice García en Whitewater, que suena como la traducción de la brisa fresca del atardecer en el valle del cielo. I’m home, repito yo, pequeña entre los brazos del exorcista, diluyéndome en color violeta, mirando también, iris a iris, al mismísimo valle del cielo.